Ayer me salté el café. Hoy lo tomamos tarde...
La verdad es que estos días ando un poco liada y, encima, tuve que ir de tiendas.
No sé en qué momento pasé del placer al agobio, pero últimamente hacer compras me produce más insatisfacciones que otra cosa: si no encuentro lo que quiero me siento frustrada; si lo encuentro, la alerta de saberme en una sociedad consumista me obliga a replantearme una y otra vez si realmente lo necesito.
Y encima están los tenderos, empleados, dependientes y demás.
A lo mejor es que me estoy haciendo vieja o algo, pero la mayoría me parecen unos incompetentes. Odio entrar en una tienda y que te traten con indiferencia, o con prepotencia.... o como a una idiota. Señora, si le digo que mi talla es una 42 no trate de meterme en una 38 porque no lo va a conseguir, se lo aseguro. Y si el zapato que me pruebo tiene un defecto, reconózcalo, porque no me lo voy a llevar y usted va a quedar como una estúpida (y no, no tiene que notarse la prensa de la horma de la fábrica ¿o usted apreciar una arruga enorme en la piel de toooodos los zapatos?)
No me gusta que me adulen constantemente ni que me presionen para que compre; pero tampoco está bien que me ignoren con cara de sueño detrás de un mostrador y me tenga que atender yo misma, o que cuchicheen con su compañero (aunque a lo mejor no sea de mí)
El dependiente ideal es aquel que te trata como a una persona, con educación y buen humor. Es tan importante que a veces dan ganas de comprar solo por lo majos que son. En serio.
En definitiva, es como el provervio chino (de Confucio, creo): si no sabes sonreír, no pongas tienda.
(Necesitaba desahogarme)
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